La vida al límite de las teleoperadoras: «La gente viene muy dopada a trabajar, es una labor muy dura»
En plena tramitación de la Ley de Atención al Cliente, hablamos con las profesionales que nos escuchan -y nos sufren- al otro lado del teléfono. «Nos llaman hombres masturbándose, pero el manual no nos deja colgarles»
Lola tiene 56 años, dos hijas con esclerosis múltiple (repetimos: no una, sino dos) y desde hace 16 un trabajo en el que los clientes, esas personas a las que ella intenta ayudar, la insultan con exquisita regularidad. «Me dicen de todo: ‘hijos de puta’, ‘cretinos’, ‘sé dónde trabajáis’… ¡Había uno que me decía que iba a venir a la plataforma, a cagarse en nosotros! Jajaja…», se ríe, porque Lola de todo se descojona (con perdón).
Ella llega, se pone los cascos y se tira siete horas contestando «unas 60 llamadas cada jornada» para mayor gloria del soporte técnico de una conocida operadora telefónica. Sólo se detiene «cinco minutitos cada hora pa mear». Entre llamada y llamada teóricamente tendría «30 segunditos» para respirar, pero es «imposible»: «Trabajamos con 16 aplicaciones a la vez. Mientras hablas con el cliente tienes que rellenar mil papeles, te vuelves loca. Encima, a veces necesitas ir al baño y el controller te dice que nanay, jajaja».
Los clientes, ilusos ellos, piensan que llaman para que les arreglen el dichoso router, o porque el móvil ha vuelto a perder el 4G. Pero en realidad están contactando con otra institución: «Mi teléfono de la Esperanza, como le llamo yo», se ríe Lola.
Porque Dolores Montalvo, sevillana y salerosa, es, aparte de teleoperadora -entre los trabajos más infravalorados-, psicóloga, pedagoga, pitonisa, animadora sociocultural y vecina maja, dependiendo del grado de necesidad y/o soledad de quien llame. Todo esto hace Lola, aparte de cuidar de sus hijas, desde esta anónima nave a las afueras de Guadalajara.
Aunque algunos se empeñan en no darse cuenta de con quién están hablando. Como aquel señor que, desesperado porque no podía contactar con sus hijos porque Lola no atinaba con la configuración justa de las luces del «jodido router» -«en realidad no nos dicen qué significan esas luces, sólo que las vayamos cambiando y con eso acaban funcionando, jajaja»-, fue y le dijo: «Ojalá tus hijos sufran alguna enfermedad como me pasa a mí».
Así funciona el timo telefónico que explota la angustia por los precios de la energía
«Bueno, bueno, me dio en lo más profundo. Tiré los cascos, me caí de la silla, me empezó a dar un ahogo en el pecho, pensé que me moría allí mismo. Una compañera cogió el teléfono y le empezó a preguntar: ‘Pero ¿qué le ha dicho a mi compañera? Pero cómo se le ocurre decirle eso a alguien que ni conoce…’. Luego, el hombre acabó mandando una carta para pedir disculpas, el pobre».
La otra cara de la moneda fue un anciano -los ancianos siempre están en la otra cara de la moneda para Lola- que se llamaba Antonio. «Cuando acabamos, después de explicarle todo y de que el hombre consiguiera arreglar la incidencia, le dije: ‘¡Muy bien, Antonio, muy bien! ¡Mire, le vamos a mandar un aplauso muy grande desde aquí! ¡Escuche, escuche!’. Saqué el micro y le dimos todos los que estábamos un aplauso atronador, jajaja».
Ganamos el salario mínimo… Y si llegas a incentivos puedes subir 250 o 300 euros, que no está tan mal
Las teleoperadoras. Las chicas (y los chicos) del cable que se tragan todas nuestras prisas, nuestras frustraciones, nuestros cabreos, el internet que no va y me cago en todo lo cagable. La cara B, una de ellas, del progreso tecnológico y de una sociedad que no puede soportar lo que no sea gratificación instantánea y lo-quiero-todo-y-lo-quiero-ya. Las y los esclavos modernos, 71.600 en todo el país según datos de 2021, encadenados durante jornadas de siete horas «y ni un minuto menos» a nuestras necesidades hipertróficas y francamente innecesarias.
La nueva ley de Atención al Cliente impulsada estos días por el Ministerio de Consumo pretende poner un poco de orden en este Lejano Oeste laboral que parecen ser los call centers de atención al cliente, esos presuntos infralugares en el que el ciudadano odia caer, y donde demasiadas veces termina torturando a un trabajador que comparte ese odio (en este caso, autoodio), pero del que no puede huir porque «la vida está muy complicada».
Así lo cuenta Patri, 35 años, desde hace ocho compañera de Lola en Jazzplat SL (1.170 trabajadores), una de las firmas que realiza ese servicio para, entre otras empresas, Orange y Jazztel, desde la antedicha nave en Guadalajara.
¿Salario? «Yo gano exactamente 1.080 euros al mes». ¿Justo el mínimo interprofesional? «Bueno, ahora nos van a subir un poco. Y si llegas a incentivos puedes subir 250 o 300 euros, que no está tan mal», asegura. «Mi pareja también tiene un buen sueldo, tenemos una niña de un año y con esto vamos tirando».
¿En qué trabaja su marido? «En una fábrica de por aquí».
Patricia Heredero es licenciada en Administración y Dirección de Empresas por la Complutense de Madrid. «Pero a la hora de la verdad preferí quedarme a vivir en Guadalajara, de donde yo soy, porque si todos los días tenía que ir y venir desde Madrid aunque ganara 1.600 euros, esos 600 de más se iban a ir en comida, transporte, etcétera», relata. «Así que preferí quedarme. Además, desde que estudiaba empecé a trabajar en el sector comercial y me enganché. Esto es duro, alguna gente te trata fatal y tienes que endurecerte a tope, pero también tiene sus recompensas, aunque no lo parezca. En mi caso, pelear por los derechos de los compañeros me aporta mucho. Al segundo año de estar aquí comencé como delegada sindical, y ahí sí te sientes útil».
Ambas, Lola y Patri, pueden hablar en este reportaje con sus nombres, apellidos y caras porque son representantes de trabajadores por UGT. La primera, ya se ha dicho, trabaja en el soporte técnico. La segunda en el departamento comercial. «Que también tiene lo suyo», resopla.
Lo suyo: «A veces, bueno, con bastante frecuencia, te llaman hombres para masturbarse». ¿Perdón? «Sí, les oyes jadear y eso, te van haciendo preguntas y lo que quieren es escuchar tu voz… Es muy fuerte, ya lo sé».
-¿Y no se les cuelga la llamada sin más?
-Bueno, es que no puedes colgarles. Si no te insultan y su trato es verbalmente correcto no puedes. Las normas son así. Al principio, cuando me pasaba, me atenía al manual y no les podía colgar. Es incómodo, les oyes jadear y eso… Uno me preguntó si me gustaba… ¿Qué era? El cuero o algo así. Al principio no sabes como reaccionar, te quedas paralizada… Luego te acostumbras. Ahora, que ya soy veterana, les dices que tienes otros usuarios o lo que sea y que vas a proceder a liberar la llamada… Y les cuelgas.
Te llama gente borracha, te dicen las mayores barbaridades que se les ocurren…
Estas llamadas como de línea caliente, probablemente lo más chungo que pueden contar estas profesionales, llegan al departamento comercial porque allí casi todas son mujeres. «A soporte técnico no llaman porque saben que allí la mayoría son hombres».
A Patri, en todo caso, todo lo antedicho no le hace excesiva pupa: «Llama gente bebida, o te dicen las mayores barbaridades que se les ocurren… A mí todo eso no me toca, me da igual. ¿Qué me importa que me insulte alguien que ni me conoce? Bah». Lo que sí le hace daño es «el desprecio. La gente que te desprecia por trabajar en esto, que se creen que son más que tú. Nadie es más que nadie».
Entrevistar por teléfono a Patricia y a Lola es, para alguien acostumbrado a entrevistar por teléfono, una curiosa experiencia. Su capacidad de comunicación y expresión intangible está muy por encima de la media. Patri casi pasea las palabras con un ritmo pausado, tranquilo. Organiza el discurso lógico con gran limpieza, no toma carreteras secundarias, se expresa con exactitud y sobriedad. Lola es explosiva, no calla, intercala chistes con pequeños dramas de 12 segundos, bombardea con risas…
«Es que yo, en soporte técnico no puedo poner a la gente en espera y colocarles música», dice la última. «Entonces mientras hago cosas para solucionar sus problemas tengo que hablar y hablar y hablar…. Si son de Bollullos, pues les hablo de una plaza que conozco allí, que es preciosa, o de un programa de la tele, o de lo que sea. Pero no callo».
Patricia tiene otro problema. A su centro de llamadas llegan muchos clientes desde otro que la compañía tiene en Colombia. «Allí no sabemos muy bien qué hacen, si a la gente le cuentan medias verdades o qué, pero muchas veces nos llegan ya muy, muy calientes… Y cuando les tienes que decir que algo que les habían prometido no es exactamente así se cogen unos cabreos de cuidado, te llaman de todo y ahí se arma la marimorena. Tienes que tener una piel de acero».
Ahora es cuando hay que contar que las dos llegaron a esta guerra desde otra quizás incluso peor: el departamento de recobros de un banco. «Allí lo que hacíamos era muy bestia», cuenta Lola. «Nuestro cometido era llamar a la gente que había dejado de pagar un plazo de la hipoteca, por ejemplo. Esperabas una semana después del impago y llamabas a la persona en cuestión. Si no pagaba, empezabas a llamar a su familia, a sus vecinos, a quien le conociera: ‘Oiga, avísele por favor de que nos debe equis dinero’. Era muy invasivo. Hoy seguro que no se podría hacer, pero lo hacíamos. Comparado con aquello, esto no es para tanto, jajaja».
-¿De dónde sacaban los teléfonos?
-Nos daban una lista y ahí estaban, ni idea.
El doping es -sorpresa- otra de las tónicas habituales en un trabajo como este: «Es verdad que la gente viene muy dopada, es muy muy duro. Yo tengo una compañera que tiene los brazos como paralizados, dice ella que está arrebatada, no puede ni conducir, pero a trabajar sí que viene. Y, bueno, yo misma me tomo lo que llamo la pastilla de ‘me da igual’». ¿Qué es? «Un antidepresivo, Citalopram… Con el lío que tengo en casa, imagínate, como para no hacerlo. Cada vez que mi marido ve algo de esclerosis en la tele o algo así me lo quita, sabe que me hace mucho daño… Mis hijas las dos ya no controlan el pipí y tienen diversas parálisis… Eso sí, las dos tienen a sus hijas y tiran para adelante, ¿eh?».
Pero todo drama tiene algún final feliz, y este también. ¿Cómo se sobrevive en un trabajo así? «Porque, lo mismo que mucha gente te insulta otros te dicen cosas maravillosas», dice Patri, «Sobre todo la gente mayor. A mí me han invitado a todos los sitios de España. ‘Por favor, si pasas por Huelva ven a verme’. La gente a veces está muy sola».
Lola: «Para mí es el compañerismo, es la leche. Estamos todos a una. Fíjate que yo nunca llego a mis objetivos, con lo cual no cobro incentivos. ¿Sabes que si el cliente te puntúa entre 1 y 8 te baja la nota para incentivos? Sin embargo, mucha gente te dice cosas preciosas. Cada llamada no debería durar más de 10 minutos, pero yo con los viejitos me tiro 20, el controller me viene a reprender pero me importa un pito. Me hablan de sus hijos, de su vida, y yo les escucho. Humanidad».
Ojo al final de Lola, en todo lo alto: «Es que a mí, ¿te lo he dicho…? A mí me encanta mi trabajo».